Caminas ciego entre los que ven en la noche de la gran muerte. Hace unos años que te adentras en la madrugada entre los siervos del dolor y la esperanza. Sin tambores, ni trompetas y con la oración de fondo, te dejas arrastrar por el río de los siervos del pecado.
El Señor ha muerto. Hace dos mil años que murió por ti. Bajas la mirada y ves unos pies descalzos y puedes sentir el dolor que aún habita en tu piel. Miras tus manos como quien despierta entre los chillidos del animal que se le está yendo la vida. Las estaciones de penitencia son el cuchillo en la garganta de los cerdos, como la sangre de su cuerpo, como su cuerpo abierto, enorme, colgado entre las escaleras y, sabes qué, como el olor del incienso es el olor de la sangre. Juntas tus manos y eres uno más de los que amanecen en silencio. Sabes del dolor como del despertar bajo la panza de un camión y de la extraña enfermedad desde la que te arrojaste al vacío en cualquier cafetería de montaña. Eres parte de los siervos del dolor de la gran muerte que bien temprano aprendiste a oler y a ver; y que hoy es la piel que sólo tú acaricias en el silencio de la desnudez.